Mi primera vez tras muchas

Primer Capítulo, Noa

Mi primera vez tras muchas

«¿Sabéis de esa gente en Twitter, cuyo coeficiente intelectual compite con el de una puta hormiga? Sin ofender a las hormigas, claro… ¿y lo chulas que son? Una diría que son inofensivas, no deseables, se podrían extinguir… La realidad es que a nadie le importan un pimiento las hormigas. No como las abejas, que son cuquis y acarrean una gran responsabilidad como polinizadoras. Sí, ellas te pueden picar: dan más miedo, a mi me dan más miedo. Pero mientras que, pisamos, chafamos y envenenamos a miles de hormigas en nuestras vidas, que se apiade el revoltoso destino del que mata a una sola maldita abeja. Venga, ¡si se parecen un montón! Las dos tienen una reina, son pequeñitas, son apócritos ¿sabéis?, funcionan en sociedad, con un sistema organizativo impecable cabe destacar. Autoritario, ya, eso está mal… pero bueno, también está mal que tanto la prensa, como espacios públicos, en pos de la imparcialidad (me tengo que reír…), den voz a los caraculos-carapis que promueven la abolición de los derechos LGBTQIAK, ¡¿qué mierdas es esto?! ¿A quién coño se le ocurre? Debo de estar delirando otra vez, pensaba que éramos las del buen gusto. Oh, ah, ya…»

Una tétrica imagen, de dorado marco altivo, se levantaba al final de un pasillo a oscuras. A metro de distancia se imponía, frente a mí, un héroe anacrónico que, con una espada larga y estrecha en mano, daba por concluidos unos bravos juegos carentes de empatía. Un riego de sangre manchaba los últimos instantes de vida del pobre animal ensartado.

«No, seguimos teniendo mejor gusto. Incluso las hormigas tienen mejor gusto. Al menos ellas matan por necesidad.»

Entre oscuridad y algunos espejos que prefería no mirar, mis sigilosos pies ansiaban de forma progresiva encontrar la puerta del dormitorio. «Una casa demasiado grande para un solo hombre», pensé. Pues el laberíntico espacio neoclásico empezaba a embriagar una ansiedad innata en mi ser que, poco a poco, afilaba un cosquilleo gracioso que recorría todo mi cuerpo.

«Una similitud más entre hormigas y abejas: el ecosistema. Este se iría al traste sin ellas, ¿sabéis? Sí, las hormigas también son vitales para la vida en la Tierra… y la muerte. Sin ellas, ¿quién limpiaría los cuerpos de todos esos animalitos muertos? ¿Las bacterias? No me hagáis reír, demasiado lentas. Hay que ser eficaz con según qué desechos orgánicos, ¿me entendéis?»

La puerta del anhelado dormitorio se encontraba ya detrás de mí, abierta de par en par. En mi mano, como aquel intrépido héroe estancado en el tiempo, una hoja metálica, creada con un único fin, permanecía atenta entre un silencio sepulcral y la desfachatez de unos ruidosos ronquidos.

«Notaréis en mis palabras cierta travesura y agresividad, no temáis mis queridas y queridos lectores, pues yo solo tengo una necesidad, que es una maldición, y un sueño, que es una pesadilla. En este último, hoy se encuentra un asqueroso y fétido desecho orgánico. Un despojo humano que se nutre de toda idea afín a su cómodo egoismo privilegiado, sin importar lo perverso que sea, sin un puto ápice de compasión por las mentiras que, día tras días, vomita a una sociedad ingénua y cansada de existir. ¿Cómo era…? Ah, sí. «¿Es que realmente nadie piensa en los niños?» Qué gracioso y curioso, yo justo ahora mismo pienso en ellos. Y pienso en hacerles un favor. ¿A quién le falta tocar césped? ¿A quién le faltan las dos únicas neuronas que alguna vez tuvo? ¿Puede ser… que a tí?»

Un brillo casi cegador, casi celestial, vivió un instante fugaz acompañado de la empuñadura fría, casi helada, que sostenía mi mano. Se clavó con agilidad en el pecho caliente de un hombre que era víctima por primera vez. Los ronquidos cesaron de repente en un ahogado intento de jadeo. Unos ojos sorprendidos se enfriaban ahora frente a mi resignada mirada, mientras moría ese destello de luz malva que volvía de nuevo, la estancia, a la confidente oscuridad.

De repente, una lágrima lloró por todas, al caer en mis manos sentí otra vez la calidez en ellas, sutil, triste y culpable. Pero suficiente para afrontar y extraer esa daga plateada de otro cuerpo carente de vida. Manchado por un rojo carmesí, se me escapó una incoherente risilla, al examinar el peculiar artefacto del homicidio. Me levanté de la cama, me sequé alguna lágrima más que se había unido a la causa, a la verdad de mi alma, por desgracia, no de mi ser. Y me miré al espejo.

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