Un reencuentro intangible

Segundo Capítulo, Tomillo

Un reencuentro intangible

Justo ese día empezó como cualquier otro y, justo como cabe esperar tras tal introducción, ese día no acabó como cualquier otro. Soy un chico de costumbres, no me escondo, pero disto de ser aburrido, ¿a quién se le ocurre semejante disparate? La cuestión es que me levanté a las 07:00 de la mañana, que no de la tarde: algo que podría ser completamente legítimo. Yo tengo un amigo, conocido, que trabaja en un bar de noche. Muy majo. Volviendo a mi relato, trás apagar la alarma del móvil, ojear la actualidad del mundo a través de Twitter, tomar un desayuno equilibrado en fibra y lavarme los dientes, me puse mi conjunto favorito, del cual tengo dos ejemplares más por si las moscas. Este se compone de un chaleco de punto, color índigo, que trata de cubrir una camisa blanca. También me puse mis pantalones de pana marrón café, no eran mis favoritos, pero hay que probar cosas nuevas.

–Buenos días, Tomillo –me saludó la vecina, y entrañable anciana, del sexto. Solía merodear por el edificio a tempranas horas buscando conversación, pero no mucha, solo la justa. Era algo que apreciaba de ella.

–Buenos días, Maria Dolores –le devolví el saludo con una sonrisa, no era falsa… os lo aseguro porque no me salen.

–¿Te está yendo bien en el nuevo trabajo? –preguntó, supongo que levemente preocupada.

–No me está yendo mal -era cierto, pero también lo era de mis últimos cuatro trabajos–. Creo que a mi superior le gustó el artículo que escribí, hoy me va a entregar las correcciones pertinentes y, a lo mejor, bueno, se publica –la verdad es que me hacía bastante ilusión.

–Crucemos los dedos, entonces –respondió esbozando una sonrisa.

Es verdad que ese día, el trayecto en metro, se me hizo más corto. Incluso al llegar a mí parada, sentí que la gente era más amable. Algo inusual en Valencia, pero bueno, lo que tiene la ciudad… seguro en Madrid es peor. Perdonad, no es que quiera hablar mal de las ciudades, o más bien dicho, de los habitantes de estas. Son muy majos los valencianos, no siempre, pero muy majos. Yo es que soy de pueblo, bueno, isleño en verdad.

Un edificio imponente, que no desentonaba con el resto, se encontraba ya a escasos metros de mí. Yo seguía andando con mi ilusión en mente: mi ensayo de página y media. Y seguí andando tras pasar esas puertas de cristal, seguí andando tras el rutinario y poco ortodoxo control de seguridad, también seguí andando tras subir por el ascensor a la cuarta planta y, hubiera seguido andando hasta mi pequeño puesto –una diminuta mesa compartida que cojeaba– sinó fuera porque una actitud, distinta a la de los anteriores días, tenía a todo el mundo exaltado. Yo me paré, «¿Tan malo es mi artículo?». Obviamente esa no era la cuestión, de hecho fue un impulso inconsciente y poco racional por mi parte lanzar tal pregunta. A veces me pasa.

–¡Ah, Tomeu! Ya está aquí, qué bien. Justo necesitaba a alguien como usted. Sígame.

–Oh, sí, claro –me apresuré a acompañarla–. Por cierto, es Tomillo.

–¿Qué es tomillo? –Preguntó animada y sin girar cabeza. Ella iba delante.

–Mi nombre –seguramente iba a hacerse la misma pregunta que tantos otros, así que añadí–, como la especia.

–Ah, qué… peculiar. Y qué martirio, seguro le habrán hecho muchas bromas a lo largo de su vida.

–Sí, justo eso comentó el otro día. –Ciertamente la gente tiende a pensar así, pero la realidad es que no. Me gusta mucho mi nombre, es por mi madre, bueno y por mi padre. Diría que nunca nadie ha hecho burla de ello.

–Aquí estamos. –Habíamos llegado ya a su despacho–. Escuche, acaban de pasarnos el soplo de que han asesinado al expresidente, bueno, presunto asesinato, hay que ser correctos…

–¿¡Al expresidente del Gobierno!? –Pregunté perplejo.

–El mismo, es fantástico. Bueno no, cómo notícia, cómo notícia es fantástico, quiero decir. –Se paró unos instantes a cavilar mientras yo asimilaba la notícia–. Hay que anotar también que tenía familia, eso siempre humaniza a los políticos…

–¿Cómo?

–Comiendo lomo –se burló sin darle importancia–. En cuanto a usted, su superior aún no ha aparecido, se habrá dormido otra vez, los privilegios que tienen algunos… –dijo, disminuyendo el tono de voz a medida que avanzaba esa última frase. Supuse que Antonio no era santo de su devoción–. Así que, en ausencia de algún otro becario que no esté ya en algún asunto útil o de interés, voy a necesitar que vaya en persona a su casa y, eh, lo saque de la cama.

–Disculpa –interrumpí a la señora. Esta alzó una ceja, la derecha para ser precisos–. Es que pudiera haberse dado el caso de un malentendido: no soy becario –esgrimí sincero y sin entender muy bien la situación.

–Ah. Mera formalidad, propia. Es como llamo a los nuevos, no menosprecio su trayectoria, la cual no recuerdo. Tampoco es mi cosa hacerlo. –Esbozó una sonrisa y sacó de un cajón que tenía a mano unas llaves –. Aquí están.

–Gracias –las cogí desconcertado–, pero… ¿está bien que haga esto?

–¿El qué?

–Entrar en su casa sin previo aviso y… es mi jefe, ¿sabe? Además, en el contrato no ponía nada de…

–Todo correcto, no se preocupe, todos empezamos desde abajo –aseguró la Redactora Jefe de la Sección de Sociedad mientras estaba ya en otros asuntos–. Al salir, cierre la puerta. Ah, y que venga Martín. Gracias por su tiempo, Romero.

Estaba claro que Ángela era una mujer especial, no me caía mal, también he de confesar que es difícil que alguien me caiga mal. «Así que todos empezamos desde abajo… sin duda yo ya he empezado múltiples largas veces desde abajo, pero me pregunto, ¿cómo hacen los demás para subir? ¿Debo de estar haciendo algo mal? Supongo que es cuestión de paciencia y perseverancia, al menos eso dicen. Yo tengo paciencia… lo que no tengo es dinero para mantenerla».

Existen tres momentos clave, idóneos para mí, para ver Twitter y demás. Uno es por la mañana, justo antes de levantarme de la cama. Otro, en un medio de transporte que no deba conducir, tampoco es que sepa pilotar alguno, más allá de la bicicleta. El tercero es un tanto particular, pero mucho más común de lo que uno puede esperar… Dejando eso a un lado, el asunto que nos concierne ahora es que ya me encontraba de camino a la vivienda de Antonio González Fernández, jefe de opinión del XYZ, el diario en el que me encontraba trabajando. Con el vaivén del bus, pues la opción del metro constaba de excesivos transbordos: dos, son demasiados, y las personas subiendo y bajando del vehículo, me puse cómodo a indagar en la plataforma del pájaro azul. Sí, ignoro deliberadamente la ridícula y fea “X”, de hecho puse un tweet manifestando tal idea y ganó muchos likes. Incluso un comentario que decía “Sí, ridículamente pequeña la debe tener el gilipollas tocanarices del culo para un intento tan infantil, deprimente y carente de gusto de sobrellevar su divorcio”. Ese tuvo más likes. La verdad es que es mucho más contundente, pero no es necesario ser tan violento o maleducado, pienso yo. Aunque tiene su chispa.

A las 07:22 de esta mañana, una empleada del hotel Palacio Vertueuse ha notificado el presunto asesinato del expresidente del Gobierno José Rayado. Según informa el servicio, estos debían despertarlo a las siete en punto. Tras varios intentos de llamadas sin respuesta alguna, la trabajadora pidió permiso y cogió las llaves de la habitación, para encontrarse instantes después, el cuerpo de la víctima sobre la cama, con un único impacto de bala en la cabeza. Todo apunta a que el presunto asesino había planeado el acto con anterioridad, infiltrándose en el alojamiento esa misma noche, cuando el expresidente se encontraba durmiendo. Rayado había viajado el día anterior a Valencia por unos asuntos con la alcaldía, alejado de su querida esposa e hijos.

Le esperaba un trágico final a un político de altura, un político que puede haber gustado más o menos, pero un político que, al fin y al cabo, trabajó en y para una democracia sólida y una España unida. Un hombre que ha hecho historia.

XYZ Digital.

Llegué al chalet, de zona tranquila, bonito y con un jardín amistoso bien cuidado. Por lo poco que conocía del señor Fernández, me imaginé que toda esa fachada no era obra suya. «Oh, qué fastidio», me había manchado los zapatos de barro. Justo esa noche había llovido, pero como que en entornos más urbanos la pista se desvanece más rápido. Aquí no.

«No quiero ser de esas personas egoístas que solo miran y piensan por sí mismas, pero… ¿Cuánto mal es que me importe un carajo y medio que se haya muerto el expresidente y solo tenga cabeza para preocuparme de si mi artículo ha gustado? Oh, más barro. A ver, el asesinato de don Rayado ha sido toda una sorepsa, impactante, sí. Sobrevivió una vez a un accidente de helicóptero, se ve que con esto último no pudo… Pero es que no les guardo mucho aprecio a los políticos, y menos a estos. Igualmente nadie se merece la muerte. ¡Ah, la puerta! Menos mal, esto parece un campo de minas.»

Una extraña mueca se formó en mi cara al ver la puerta entornada, estaba abierta. Entré con un mal presentimiento, pues soy una persona de razón y lógica, pero he visto demasiadas películas en mi vida. Unas pisadas de lodo, poco llamativas, se adentraban en la casa, oscura. Me salí. Respiré, volteé los ojos y agarré un paló que encontré rápidamente por el porche. Entonces sí, me adentré a ese pasillo tenebroso y avancé unos pocos pasos a lo que seguramente era mi muerte prematura. Tras unos pocos segundos, caí en la cuenta de que debería existir algún tipo de interruptor para las luces y, efectivamente, retrocediendo un par de metros, justo en la entrada, ahí se encontraba. No alumbraban mucho pero proseguí mi camino. Se me ocurrió preguntar al lugar, ahora de escasa iluminación, el nombre del propietario. Pero mejor no, suficiente tenía con no… con no. De repente, como si hubiera aparecido de la nada, un cuadro feísimo intentaba decorar el final del corredor. No era de mi gusto. Nunca me han gustado las corridas de toros. Menos aún adornadas al barroco y exaltadas con hombría. Mi abuelo siempre decía que si no eran de mi agrado, que no las viera, pero que no se lo prohibiera a los demás. Me parecía un argumento muy sólido por aquel entonces, pero en verdad, carece totalmente de sentido.

Después de casi perderme por pasillos y otros espacios de una arquitectura singular, dotada de excesiva columna ornamental, un giro desprovisto de precaución me dejó en frente de un ataque de terror al verme reflejado en un espejo mal situado. Del súbito susto se me cayeron las llaves y el alma al suelo. También pegué un bastonazo al cristal, cuyo impacto agrietó esa mala idea de inmobiliario. Recogí, tras una respiración medio cortada de histeria, el manojo de tres llaves que se encontraba sobre la alfombra blanca de rayas negras y… ¿puntos rojos? «Espera no, no son puntos, qué mal… ¡son gotas!». Me levanté de un brinco, por lo que fuera, mi intuición descartaba que fueran gotas de gazpacho o zumo de remolacha, yo hago uno muy rico. Detrás de mí tenía una puerta, abierta de par en par, y delante mía, la imagen reflejada de una cama grande y céntrica con, posiblemente, mi jefe Antonio González Fernández boca arriba… y boca abierta… y muerto. Me acerqué lentamente a lo que, sin duda alguna, era la escena de un crimen y, sin duda alguna, sí era el señor Antonio. Por algún motivo extraño y totalmente desconocido, me encontraba tremendamente fascinado por el suceso, dejando en segundo plano el terrible miedo que sentía.

«Parece que la herida es en el pecho, pero no tiene mucha sangre, debería tener más ¿no? Dios, tiene cara de susto. ¿Por qué no tiene los ojos cerrados? Qué mal rollo.»

Fue entonces cuando sentí que me llamaban, sin nombre alguno pronunciado, desde el más absoluto silencio, escuché una voz ronca murmurar. Dirigí mi mirada a la ancha puerta corredera que daba al balcón, esta permanecía translúcida por unas delicadas cortinas blancas, a las que se les colaba la matutina luz de la calle. Me acerqué con cautela y, entre un sosiego alarmante, la misma voz fantasmal se hizo escuchar. Me giré de repente, ya con manos temblorosas; un frío sobrenatural envolvía el ambiente. La tensión crecía a cada paso más cerca de algo que no veía y, como si nada nunca hubiera pasado, el silencio y el frío se desvanecieron de repente. Pude tragar saliva y soltar el aliento. Entonces de reojo vi algo inusual en el suelo, justo debajo del espejo. Una pluma negra, de un oscuro irreal, medía unos treinta centímetros que indudablemente hubieran percibido mis ojos al recoger las llaves de la alfombra. Debía llamar a la policía.

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