Sandía sin pepitas

Tercer Capítulo, Noa

Sandía sin pepitas

Manos llenas de cristales que reflejaban la luz de la luna, al mismo tiempo herían con sangre mi piel. El viento atacaba con frío un cuerpo magullado por el tiempo, un tiempo embravecido por un mundo egoísta y sordo al dolor ajeno. Las olas chocaban con fuerza, pero la oscuridad de la noche ocultaba su blanca espuma, la misma que al mojarme reveló unos grandes ojos púrpura… los cuales se tornaron en malva y, tras volver a respirar, una voz afable me sonrió, cálida y serena, una amiga del pasado me tendió la mano.

“Toc, toc, toc”. Tres inoportunos golpes en la puerta. “Toc-toc, toc-toc”. Cuatro molestos golpes en la puerta de madera. “Toc-toc-toc-toc-toc”. ¡Cinco irritantes golpes en la maldita puerta de madera que se encontraba a escasos metros del sofá y, por lo tanto, de mí!

–¿Está Noa? –Se escuchó a través del portón. Pero mi reacción, lejos de dar respuesta, empezó por taparme más con la sábanas de Stitches, el bichillo azul, y finalizó por cerrar, aún más si se podía, los ojos–. ¿Noa eh… Sandía sin Pepitas?

–¿Sin pepitas? –Me pregunté esbozando un gestó torpe y somnoliento en mi cara.

–Tengo un paquete para Noa Sandía sin Pepitas –dijo como si nada. Ciertamente era para mí, y era importante–. ¿Es esto una broma? “Toc, toc, toc”.

–¡Wagh, que ya voy! –chillé mientras trataba de averiguar cómo sostenerme en pie.

“Toc, toc, toc”. ¿Noa? –insistió.

–Ruidoso, ruidoso, ruidoso, ruidoso, ruidoso… –murmuré durante cinco pasos torcidos, los cuales consiguieron llegar a su destino. Entonces abrí la puerta.

–Ya era hora –dijo fastidiado el repartidor al verme.

–Pesao’ –respondí molesta tras alzar la cabeza, pues la suya se encontraba a dos pisos por encima de la mía.

–¿Sabes? Es mi trabajo –alegó un tanto indignado.

–Y el mío era dormir –sentencié sin pensar.

Entonces el chico alzó una ceja, la izquierda para ser exactos. Sabía que mi actuación no era la más correcta, más bien injusta para él. «Es que tengo un mal despertar… hay quienes se levantan con el pie izquierdo, yo no me levanto. Ahora solo deseo que caiga un meteorito gigante, ¡como el de los dinosaurios!, y nos muramos todos».

–Ugh… ¡Está bien! Lo siento… –me disculpé mirando hacía otra parte y dicha parte resultó ser el ascensor averiado.

Yo vivía en el ático de un edificio de trece plantas. Me sentí mal. Así que, sin cerrar la puerta, atravesé el domicilio en línea recta, y perpendicular a la puerta, hasta tres pasos más allá de dónde se encontraba el sofá; esta vez con una estabilidad casi impecable: estaba decidida.

–No es tu culpa tener un trabajo de mierda y además tener que madrugar tanto –comenté alzando la voz mientras yo estaba a lo mío.

–Son las doce del mediodía –contestó el chico mazado desde la puerta.

–Oh –me detuve un segundo, corrí un trozo de la sutil cortina beige y miré a través de las enormes cristaleras que tenía ahora enfrente. Un sol radiante inundaba el cielo despejado. Es verdad, eran las doce.

Unos cuantos muebles, irregulares por su distribución, adornaban esa galería. Abrí el cajón de uno, el más bajito pero de compartimento profundo, y brotaron como si de serpentinas se tratase, un montón de billetes de todos los colores. «Mierda, ya los recojo después». Cogí un puñado y volví hacia la puerta.

–Además, a mi me gusta ser repartidor –dijo sonriendo al acercarme como concluyendo una conversación que, a suponer, había lidiado él solo.

–Ah, debes de tener unos muy buenos jefes, entonces –razoné.

–Sí, ya… hay muy pocos así… –respondió llevándose una mano a la cabeza–. ¿Y eso? –bajó rápidamente la mano para señalar mi puño lleno de billetes que sobresalían

–Ah, sí. Es para tí, tén –estiré la mano con fuerza. Esta llegó a la altura de su esternón, chocando mínimamente–. Se cae.

–Auch –se quejó mientras, desconcertado pero veloz, puso las manos en forma de cestita. Yo solté el puño.

–Ni se te ocurra devolvérmelo. Y ahora, dame mi paquete –refunfuñé.

–Eres una chica muy rara… ¡Ostia que aquí hay doscientos pavos! –Exclamó para seguidamente quedarse mirándome fijamente a los ojos.

–Ugh, escalofríos, deja de mirarme así –le fui a quitar el paquete.

–Perdón –respondió mientras se dejaba hurtar mi caja de cartón precintada–. Eres… –algo en sus ojos brilló, no lo entendí–. Quiero decir, deberías ir con más cuidado. Yo porque soy un tío decente, pero si sales con ese camisón tan corto y dejas la puerta abierta y… se te podrían ver las bragas. Hay gente muy cerda. Es que parece que lo hacéis aposta.

–Ah~ Así que es eso. Claro que lo hacemos aposta… para llamar la atención, seduciros y… que nos violéis y demás. Eso nos encanta a las chicas –respondí melodiosa y sonriente a su estúpida declaración.

–No, no quería decir…

–Y gracias, no me había dado cuenta aún que en esta sociedad los hombres tendéis a ser unos guarros, cochinos y aprovechados –salí del portal, me acerqué buscando los escasos centímetros de margen; mientras él, poco a poco, se hacia atrás perdiendo terreno–. ¿Que se me podrían ver las bragas? Algo me dice que sería graciosa la cara que pondría el machito que las viera.

La pared del pasillo ya frustraba cualquier plan de huida. Entonces me deshice de cualquier espacio existente entre los dos, me puse de puntillas y casi en susurros enuncié:

–Pero puedes estar tranquilo, por suerte he aprendido a defenderme.

Un cuchillo plateado se clavó con fuerza a palmo de la cabeza del repartidor, detrás se encontraba mi mano y en mi cara una sonrisa.

–¡Joder! ¡¿De dónde ha salido?! ¡Estás pirada! –bramó con voz temblorosa mientras se escabullía.

–Oh, bye, bye~ ¡Y gracias por el paquete! –me despedí alegre mientras el hombre bajaba escaleras a toda prisa.

«Ugh, qué asco, qué asco, lo he tocado demasiado; además olía demasiado a colonia, casi me ahogo. Ah, la daga». La recogí de la pared amarilla, amarillo pastel, del frente. El color fue decisión de la comunidad. «Qué bien que en esta planta no tenga vecinos, tener que dar explicaciones siempre es un fastidio». Entré en casa y cerré la puerta. «Ese pavo estaba mamadísimo… y qué alto. Se supone que yo soy alta, 1.73 m, eso es ser alta para la media española. A veces me gustaría ser más bajita… aunque, por otro lado, me molesta saber que la media varonil es aún mayor».

Dejé el paquete encima de la mesa principal, la de comer, esta se encontraba detrás del sofá. Antes había tenido que pasar por allí, entre esos dos gigantes, para coger el dinero. Mi piso era como un rectángulo, de izquierda a derecha tenía cuatro secciones: la del baño, la de la cocina y galería, la del comedor y, subiendo unos escalones, la de la habitación, con una cama grande, de esas de matrimonio. Todo en plan abierto, se ve que el arquitecto odiaba las paredes, al menos puso una para al baño. Se lo agradezco.

«Mierda, se me han acabado las pastillas. ¿No tendré en la cocina? Una vez las guardé con los tomates… Tampoco. Aaaagh. Me cago en… okay, chill, ¿dónde dejé el móvil anoche?»

Por alguna razón, vete tú a saber, el dispositivo se encontraba en el suelo, cerca del sofá. ¿He mencionado ya que el suelo es de parquet? Es importante, es el único suelo en el que siempre voy descalza, o con calcetines mulliditos. Aunque justo dónde el sofá, el piso lo cubría una alfombra gruesa y un tanto vintage. Bueno, como casi cualquier otro mueble, trasto o cacharro en la casa. Me senté allí mismo y llamé. No me lo cogió. Llamé otra vez.

–¿Diga…? –se escuchó por el manos libres con voz adormecida.

–¡Miguel! ¿Qué tal anoche? –Pregunté animada.

–Eso te podría preguntar yo, tu eres la misteriosa. Yo trabajo hasta las seis de la mañana, ¡¿recuerdas?! –lo noté un tanto alterado.

–Jeje, sí me acuerdo. Es que me acabo de acordar del cubata que me preparaste; hum, hum, estaba riquísimo –respondí con total sinceridad, aunque no fuera ese el motivo de la llamada.

–Noa, gracias, eres un amor. Pero, ¿qué quieres, chiquilla? Tengo sueño –contestó también muy sincero.

–Yo también tenía sueño… ¡Ah! Quiero mis pastillas, me he quedado sín, me voy a morir… –dramaticé de forma exagerada y cómica.

–Ay… Dios, está bien. Pásate, tengo aún dos cajas del último pedido.

–¡Wah! Genial, te quiero~ –me despedí satisfecha.

«Qué bonico es… Ah, los pantalones de anoche. A veces lo odio, ¿cómo se le ocurre regalarme unos pantalones? ¡Odio los pantalones! Están manchados, ah, sangre. ¿Dónde está el agua oxigenada?»

Me dispuse a buscar el botiquín. Me costó encontrarlo, pues resultó hallarse junto a la cama. Es realmente sorprendente cómo con un esparadrapo y agua oxigenada, mágicamente desaparece la sangre al frotar. En realidad es una reacción exotérmica que se produce debido a la enzima catalasa de la sangre y al oxígeno del agua. Mola un montón. La verdad es que solo me manché por descuido, no suele pasar. Una vez limpios los jeans, me lavé la cara, me puse tónico dando golpecitos –«tengo la impresión de que mi piel es atópica: se me queda siempre muy roja»– y me cambié de ropa. Obviamente me puse una falda… negra de líneas blancas que forman cuadraditos. Y un crop top… con capucha de orejitas de gato, pero negro también. «Chica es que hoy estamos de luto, ¿sabes? jaja». Finalmente me maquillé rápidamente, nada especial. «Soy la chica del eyeliner, pero con un toque rosa. No está mal, tampoco soy tan darks».

Bajé las escaleras de trece pisos seguidos, y a cada cual, un mareo más pronunciado entorpecía mi mente. Al llegar al rellano, tuve que cerrar los ojos.

–¿Aún dormida, Noa? Esta juventud no sabe qué es el trabajo, ¿eh? –se burló a media carcajada la puta momia del cuarto.

–¿Aún viva, Teresa? –respondí rápido sin abrir ojo.

–Ay, cómo se van perdiendo los valores y la educación…

–Grrr… ¡yo sí te voy a dar valores, señora momia, en concreto los de mis puños! –abrí al fin los ojos para dar media vuelta y dirigirme a la irritante boomer que había subido unos escalones.

–Noa, otra vez no –interrumpió el portero Don Alfredo.

–Ah, hola Alfredo… –contesté bajando el tono.

–Buenos días, Don Alfredo. No se preocupe, ya me iba.

–¡Y yo! –sentencié con mirada furtiva a la presidenta de la comunidad.

–Noa, haz el favor… –me dijo apurado el portero.

–Alfredo, eres un sol, pero deberías darte cuenta de lo que sientes –repliqué indignada, pero con cierto tacto, al señor calvo mientras ya me dirigía al portal.

La calle vivía su mejor vida repleta de gente yendo de aquí para allá, terracitas de bares dónde se celebraban parloteos con tapa y caña y un sinfín de acogedores locales y comercios del barrio. Me encantaba mi calle, a pesar de llevar tan solo un año viviendo allí. De camino a la cafetería pasé por dos panaderías –de las cuales una era más pastelería y la otra más amable–, una farmacia llena de ancianos, el bar de Manolo –aunque ahora lo llevaba su hijo, Manolito– y una lavandería de estilo ochentero poco conseguido.

«¿Por qué hay tanta gente hoy? Ya me está agobiando la peña esta, yo solo quiero mi café. ¿Nos movemos o qué? ¿Qué miráis? Ah, la tele. No me había dado cuenta de que la cafetería tenía tele. ¡Oh! ¡Soy yo!»

...En una noche que quedará grabada en la memoria de todos los que conforman el ilustre periódico XYZ, se ha producido un trágico suceso que ha conmocionado a la comunidad periodística. Antonio González Fernández, Jefe de Opinión del XYZ, ha sido hallado sin vida en su residencia habitual.

El macabro hallazgo tuvo lugar en la residencia del mismo, cuando un becario del XYZ se presentó en su hogar para realizar una entrega rutinaria. La escena que encontró fue estremecedora: el cuerpo del influyente columnista yacía boca arriba en su cama, con un único apuñalamiento en el pecho.

Las circunstancias en torno a este trágico acontecimiento son aún un enigma y la policía ha acordonado la zona mientras lleva a cabo una investigación exhaustiva. Los detalles sobre posibles sospechosos, motivaciones y las circunstancias exactas del asesinato se desconocen, dejando a la comunidad periodística y al público en general sumidos en la incertidumbre.

Antonio González Fernández, conocido por su agudeza intelectual y sus perspicaces análisis en las páginas del XYZ, era una figura respetada en el mundo del periodismo, por lo que este crimen conmueve profundamente a sus colegas y lectores.

El prestigioso periódico ha trasladado su apoyo y más sentido pésame a la familia y amigos del señor Fernández.

A medida que la investigación avance, estaremos a la espera de respuestas sobre quién podría haber perpetrado este atroz crimen y por qué. Mientras tanto, el mundo del periodismo se encuentra de luto por la pérdida de uno de sus miembros más destacados.”

«¿En serio? ¿De verdad hablan tan bien de él? Qué asco, si era un capullo el muy guarro…»

Se añade pues una nueva pérdida junto a la del expresidente del Gobierno en este fatídico día 27 de septiembre…

–Hola Noa –me saludó de improvisto la chica maja del café.

–Oh, ah, ya me toca. Hola Cristina –le contesté.

–Ya te acuerdas de mi nombre –afirmó alegré–, ¿lo de siempre?

–Eh, sí, el late… ¡con leche fría!

–Sí, sí, lo sé –asintió con una taza metálica en mano. Le puso leche y yo giré cabeza hacia la televisión de nuevo–. Uh… a mi tampoco me caía bien. Bueno hace diez años, sí… pero como que se ha ido echando a perder, ¿no?

Devolví la mirada a Cristina, casi con admiración o gratitud, y sonreí:

–Gracias.

–Ah… de nada… –respondió cabeza abajo–. ¡Oh! Vuelves a llevar la pulsera, es muy chula.

–Ah, ¿esta? –pregunté alzando la mano para señalar el conjunto de bolitas y figuritas de colores que conformaban la pieza-. Sí, es que ayer… no sé, sentí que no debía llevarla.

–Qué raro, y mira que siempre la llevas, debe ser muy especial para tí –dijo la chica mientras volcaba la leche en el vaso de cartón formando algún tipo de dibujo en la espuma.

–Sí, lo es… o eso creo –saqué un billete de cinco euros y cogí el café–. Ah, otro corazón.

–Últimamente me salen así –se rió un tanto… extraño.

–Vale, molan. Quédate el cambio, bye –me despedí animada.

La caminata a la estación de metro era de tan solo cinco manzanas. Una vez allí, únicamente tuve que esperar unos pocos minutos junto a unas diez personas más, cuyas caras no recuerdo, hasta que finalmente me subí al metro. No suelo pensar mucho en la muerte… ni la temo, ni la espero, ni la deseo; como si hubiera olvidado su significado. Pero por algún motivo que ignoro sin entender muy bien por qué, vivo muy unida a ella. Más allá de mancharme mis manos por esta, siento que hay algo que ella sabe pero yo no, y sin embargo algo que yo debería saber. Hace poco más de un mes, un pavo medio sobrio medio místico afirmó ver en mis ojos cómo iba a estirar la pata: ahogada en un mar embravecido, lejos de aquí, y dentro de un año y once meses. Bastante preciso. Entonces, lejos de avisar a Miguel de que teníamos a un lunático con mojito en el bar, le contesté casi sin pensar; salió del más inconsciente y olvidado rincón de mi mente:

–Yo conocí a la Muerte una vez, curiosamente tiene un perrete de mascota.

Entonces el loco pasó a pensar que era el lúcido y, tras darle un sorbo largo a la copa, se arrimó a mí y, sacando pecho, me contó que yo no tenía ni idea. Entonces me vino la mala leche y le pegué un puñetazo.

Mi marea pesada de pensamientos se detuvo en seco al escuchar “Xàtiva” por la megafonía escacharrada del vagón.

Los escalones crujían levemente a cada paso arriba que daba. «¿Quién tuvo la brillante idea de hacer la escalera de madera? Que queda muy chulo sí, visualmente. Pero son irregulares y resbalan. Como me caiga como la otra vez…». No quisiera dar una mala impresión de la vivienda, tercera planta, de mi amigo Miguel. Pero a la hora de restaurar el edificio, hará unos treinta años, los propietarios tomaron muy malas decisiones. Gente rica, supongo.

Llegué a mi destino. Solo había dos puertas por planta y, la de mi estimado bartender, era la que quedaba a mano derecha. Una puerta blanca y grande, por supuesto, de madera, escondía seguramente unos diez centímetros de grosor. Toqué el timbre… y la puerta. Tras esta, y quince segundos de espera, se escuchó como alguien descorría el cerrojo y abría la puerta. Un chico alto y moreno, de complexión fuerte y ojos verdes se presentó con cara taciturna. Sobre esta última, un rizo alborozado se había dejado caer hasta mitad de nariz.

–¡Hello Miguelito! –saludé.

–Sí, sí, hola Noa –saludó él también, puede ser que menos animado.

–¿Está Víctor hoy? –pregunté entusiasmada. Seguidamente asomé la cabeza por la puerta–. ¡Hola Víctor!

–No está, y deja de preguntar siempre por él –pidió un tanto incómodo.

–¿Por qué? Pero si a tí te gusta –le respondí con mirada cómplice.

–N-No me gusta –farfulló.

–Hum hum, te gustan los twinks.

–¡Noa! Ah, eh, ¡escúchame! –protestó, tratando de cambiar de tema.

–¿Qué?

–Que deberías ser más previsora –dijo mirándome a los ojos. Había cambiado de repente su expresión y, en consecuencia, el ambiente que nos rodeaba.

–¿En qué? –pregunté sin entender muy bien ese cambio de tónica.

–Ay… la última vez igual, imagínate que no estuviese.

–Ah… ya. –Algo en mí trató de romperse. Así que respiré y, como si nada, proseguí el diálogo–. No obstante, sí estás… y eres el mejor, chiquillo –bromeé.

–Noa, lo digo en serio, a veces me preocupas –insistió.

–¡Pues no deberías! Si no puedes o quieres darme las malditas pastillas, las puedo pillar yo sola de otra forma. Sabes que sé cuidarme solita y de puta madre –repliqué enfadada, pero con voz levemente temblorosa.

–Lo sé, y eso es lo de menos. Pero… ¿qué te pasaba ayer?

–¿Ayer? No me pasaba nada. Joder, ¿a qué viene tanto drama?

–Te bebiste tres cócteles.

–¿Y?

–Y que tu nunca bebes tanto, chiquilla –en eso tenía razón.

–En realidad no es tanto y era mi cumple, es normal que lo celebre, ¿no?

–Sí, lo… lo es. Pero sabes que ese no es tu verdadero cumpleaños, ¿no? –su mirada preocupada se acrecentó.

–Tu me dijiste que sí –contesté seria, mirándolo fijamente a los ojos mientras el corazón se había propuesto ahogarme.

–Noa…

–Quédate tus estúpidos pantalones –se los lancé y di media vuelta.

–¡Noa espera!

Ese día decidí volver a casa andando, observando sumergida en mi desilusionada incertidumbre a todo tipo de persona, viviendo todo tipo de vida, en todo tipo de circunstancias. Era admirable en cierto modo. «A pesar de todo, supongo que soy una más».

Al llegar al piso, el silencio del lugar me arrebató una lágrima de mis ojos. Entonces estos dieron con la mesa, en cuya superficie se encontraba el paquete del repartidor. De repente sentí como una caricia invisible revolvía el pelo sobre mi cabeza… Con cierta tranquilidad, dirigí la mirada hacia arriba, la bajé dejándola perdida en algún lugar de la casa y, permaneciendo quieta en el sitio, el silencio desapareció de pronto al inspirar fuerte para que no se me cayeran los moquetes. Decidí entonces, secarme los ojos de chica de eyeliner llorona con la manga de la sudadera crop top negra. Se me quedó, de hecho, un moquete en ella.

«Ugh, qué asco. Bueno, yo que sé, a la lavadora». Me quité la prenda de ropa mientras me acercaba a la cocina, dónde se encontraba también la lavadora. En sujetador blanco con estampado de cuchillos con mermelada roja y algunas tostadas –los compré pensando que eran muy apropiados para mí–, pedí una pizza a domicilio y abrí la caja de cartón que venía bien embalada. En su interior, un archivador negro aburrido, pero en su portada, sonreí al leer un texto más interesante: “Caso 77439 M - El chico alado del mar”.

← AnteriorSiguiente →